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m/FF, incesto
Volvía de arar nuestro campo. El sol se estaba poniendo y todo tenía un tono dorado y marrón. Había sido una dura jornada, pero estaba satisfecho de mí mismo, porque había cumplido con mi deber. Aunque tuviera que pasarme doce o catorce horas trabajando, al final del día mi trabajo se veía recompensado con la satisfacción del trabajador que ha hecho todo lo posible por que todo vaya bien.
Divisé nuestro caserío al poco rato. Nuestro campo era grande, o al menos lo era para mi gusto, ya que tenía veinte hectáreas. Nuestro caserío estaba detrás de un recodo que había bajo un barranco y tenía una hermosa vista del campo circundante. La vida allí era muy tranquila y relajante y yo, a pesar de haber vivido allí siempre, valoraba aquello y no quería emigrar a la ciudad, como otros hacían o pretendían hacer. Yo era feliz allí, sí, y no hubiera cambiado aquel caserío por nada en el mundo.
Vivía con mi madre, mi tía y mi hermana. Mi padre y mi tío habían muerto durante la guerra y mi madre y mi tía se habían quedado allí en casa, viudas, pero no acabadas. Sus vidas eran simples, se dedicaban a las tareas del hogar, a cultivar un huerto que nos daba fruta y hortalizas y a cuidar los animales que teníamos ( tres vacas, gallinas y pavos ). El trabajo era pesado también para ellas, pero los negocios nos iban muy bien, sobre todo teniendo en cuenta que la guerra había acabado sólo cinco años antes. La zona en la que vivíamos era muy segura y no había peligro de salteadores o bandoleros, de modo que vivíamos en paz a pesar de estar a más de dos kilómetros de la casa más cercana. Aquello nos daba una intimidad y un aislamiento que en nuestra comarca era muy apreciado. Claro está, aquel aislamiento también tenía sus inconvenientes. Por ejemplo, mi madre y mi tía no tenían posibilidades de rehacer sus vidas, aunque aquello, de todas formas, no estaba demasiado bien visto en nuestro entorno. Habían estado recluidas allí durante años y ya no les importaba. Yo no me daba mucha cuenta de aquello por el simple hecho de que lo llevaban muy bien y no parecían echar de menos la compañía de sus esposos pero, cuando llegué a una cierta edad, empecé a preguntarme cómo podrían vivir de aquella forma tan solitaria.
En mí, el ser solitario era algo innato. Casi toda mi vida ( al menos la vida en la que había tenido el suficiente uso de razón ) la había pasado entre aquellas colinas y sólo en contadas ocasiones iba en burro a comprar sacos de legumbres, sal, azúcar y cosas de ese tipo. Nunca había ido más allá del pueblo, pero tampoco lo había necesitado. Además, lo que había más allá del pueblo, y el pueblo en sí, lo asociaba con guerra y el sonido de disparos, así que había dsarrollado una especie de fobia. La suave brisa de los campos donde había nacido era lo que yo adoraba y la llegaba a añorar cuando permanecía en el pueblo durante dos o tres horas. Después, subía por el pedregoso camino que salía del pueblo y hacía el camino de dos horas que me conducía a casa. Siempre me llenaba de alegría al ver caserío, como aquel día en que volvía de trabajar la tierra.
Cuando llegué, mi tía estaba en el huerto de atrás cogiendo unos limones de nuestro limonero. Era el único árbol del que comíamos aparte del nogal y le teníamos mucho aprecio, porque era muy generoso con sus frutos. Mi tía se encargaba siempre de sus limones, ya que sentía una gran devoción, atribuyéndoles la curación de varios resfriados y catarros que había padecido. A mí me parecía creíble eso, pero a veces me parecía que exageraba con sus propiedades un poco.
Mi tía se llamaba Carmen y era una mujer de treinta y nueve años. Su cuerpo era el clásico cuerpo de una mujer madura entrada en carnes, aunque ella estaba bastante entrada en carnes ( sin llegar a la obesidad ). Tenía el aspecto de una ama de cría del pueblo que conocía de vista, con enormes pechos y un amplio trasero de esos que se suelen llamar "panderos". Era agradable de cara, aunque no llegaba a ser una belleza deslumbrante. Sus ojos eran marrón claro y medianos y su cutis blanco y con mejillas rosadas. Era una mujer que rezumaba salud; jamás caía enferma y no parecía cansarse nunca, aunque dormía profundamente cuando se dejaba caer sobre la cama, o al menos eso decía mi madre. Yo me llevaba muy bien con ella. En realidad, todos nos llevábamos bien los unos con los otros, quizá por el lugar en el que vivíamos.
-Has trabajado mucho, Ignacio... ¿Cómo está aquello? -me preguntó la tía al llegar yo a casa.
-Está bien, aunque todavía tengo que trabajar uno o dos días más allí -respondí.
-Eres un sol, siempre trabajando tanto... -me dijo sonriendo-. Además, el trabajo te sienta muy bien, estás fuerte y guapo.
Yo sonreí y me ruboricé un poco ante aquellos halagos tan propios de una tía. La verdad es que no se podía decir que yo fuera un alfeñique, ya que medía 1'78, era de complexión más bien fuerte ( con marcados músculos, sobre todo en los muslos, los antebrazos y el abdomen ) y no tenía una cara desagradable. Algunas mozas del pueblo me miraban de forma extraña, pero yo, a mis 17 años, no prestaba demasiada atención y no me daba cuenta de que les gustaba. Incluso la tendera a la que le compraba los sacos de legumbres me miraba de forma un tanto sospechosa.
Cuando entré en casa, mamá estaba preparando la cena y mi hermana Alicia estaba doblando la ropa de la última colada. Mamá me miró sonriendo y enseguida vino a darme un beso.
-¿Cómo te ha ido el día? -me preguntó.
-Bien, no ha ido mal -respondí.
-¿Acabarás pronto con aquello?
-Sí, mañana o pasado -dije.
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- La casa de campo